La cumbre de los presidentes americanos en Trinidad y Tobago puede ser juzgada de dos modos: por sus resultados concretos o por su valor simbólico.
Desde el primer criterio no es difícil impugnar la cumbre por ausencia de decisiones concretas en el borrador de declaración final, con su volumen de ítems declamatorios (que ni siquiera fue firmado por todos los asistentes), como lo hace Oppenheimer desde el escepticismo conservador. O como puede hacerlo (y con más razón) cualquiera de las organizaciones de izquierda que por principio rechazaron estos encuentros desde que fueran impulsados por el ex presidente Clinton.
Desde el segundo criterio, en cambio, basta recordar el clima y el desarrollo político de la anterior reunión en Mar del Plata para advertir la diferencia. En aquel momento, un Bush embarcado en plena guerra global contra el terrorismo (léase: imposición de las condiciones imperiales al mundo) se encontró con un esforzado bloqueo a su exigencia de alineamiento y subordinación continental. Aquél Bush no podría haber sido receptor del obsequio de ese clásico de la impugnación al "gran garrote" norteamericano que es "Las venas abiertas de América Latina" de Eduardo Galeano. Por supuesto que eso no cambia nada por sí mismo. Pero el hecho mismo de que, por primera vez, un representante del "monstruo" (como lo llamara Martí) se avenga a enterarse como un igual de lo que los otros tienen para decir, parece un salto en la comprensión mutua equivalente al momento en que Champollion descifró los jeroglíficos egipcios en la piedra Rosetta.
Fuente: Gloria Mundi
Viñeta: Bobrow
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