02 abril 2008

¿NUEVA EMBOSCADA DE URIBE?....


Editorial

Las más recientes gestiones del presidente francés, Nicolas Sarkozy, para lograr la liberación de la política colombofrancesa Ingrid Betancourt –secuestrada desde hace seis años–, o al menos para hacerle llegar hasta el sitio de su cautiverio la ayuda médica que, al parecer, requiere con urgencia, han dado pie al gobierno colombiano para lanzar una nueva ofensiva propagandística en la que se presenta como partidario de un acuerdo humanitario de intercambio de guerrilleros presos por secuestrados en poder de las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (FARC). Pero, sin desconocer la grave y primigenia responsabilidad de esa organización insurgente en la dramática situación por la que atraviesan las personas a las que mantiene secuestradas, el régimen que encabeza Álvaro Uribe es, hoy por hoy, el menos interesado en que se produzca su puesta en libertad, y de ello ha dado innumerables pruebas.

Uribe se ha manifestado partidario de los rescates a sangre y fuego de los rehenes, con todo y el enorme riesgo que tales operaciones representan para los cautivos. En junio del año pasado, 11 legisladores provinciales que se encontraban en poder de la guerrilla murieron en el fuego cruzado cuando fuerzas militares tomaron por asalto el campamento en que se hallaban retenidos. Poco antes, el presidente colombiano había intentado tomar el pelo a la opinión pública cuando excarceló, “en un gesto unilateral”, a decenas de reclusos a los que presentó como miembros de las FARC, sin que necesariamente lo fueran.

En adelante, las mediaciones públicas o discretas de terceras partes para conseguir la libertad de los secuestrados, con o sin intercambios, desembocaron en conflictos creados por el gobierno colombiano para torpedearlas. Así ocurrió con la gestión emprendida a finales del año pasado por el presidente venezolano, Hugo Chávez, quien, a pesar de todo, logró liberar a dos de las cautivas de las FARC; como ellas mismas lo narraron, su liberación se vio severamente obstaculizada por los constantes ataques de la aviación militar de Colombia justo en la zona en la que habría de tener lugar su entrega a funcionarios de Venezuela. Algo mucho peor sucedió el pasado primero de marzo, cuando las fuerzas armadas colombianas invadieron el territorio de Ecuador, bombardearon –presumiblemente con la ayuda de Estados Unidos– un campamento insurgente y dieron muerte a más de una veintena de personas, entre ellas el comandante guerrillero Raúl Reyes –quien mantenía contactos con los gobiernos francés y ecuatoriano para liberar a Betancourt– y cuatro estudiantes mexicanos.

Las razones de fondo de los sabotajes de Uribe a la puesta en libertad de los cautivos de la guerrilla pueden apreciarse con claridad: el empecinamiento en mantener a su país en un estado de guerra permanente que justifique la perpetuación del Plan Colombia y que le permita blandir el espantajo del terrorismo –en la acepción acuñada por Washington– ante la opinión pública. En esa lógica, el cálculo uribista, como ha quedado patente en las acciones recientes de la Casa de Nariño, es crear condiciones para que los secuestrados mueran, a fin de poder culpar a la organización armada que los retiene.

En la circunstancia actual, las contradicciones en el discurso del presidente colombiano refieren con claridad los nuevos peligros que se ciernen sobre los rehenes: mientras que por un lado Uribe ofrece a Sarkozy abstenerse de realizar operaciones militares en la zona en la que se encuentran los cautivos, por el otro sigue ofreciendo a la población recompensas en efectivo para que dé al Ejército información sobre el sitio en que se encuentran, con el propósito inocultable de preparar ataques militares. Anuncia su disposición a excarcelar a los insurgentes que se encuentran presos, pero insta a quienes no lo están a que deserten con todo y rehenes, a sabiendas de lo peligroso que esto resulta para los segundos.

En suma, a juzgar por los antecedentes, la gestión del mandatario francés tiene muchas probabilidades de culminar en un nuevo conflicto diplomático, como los provocados por Uribe con Caracas y Quito y, ojalá que no sea el caso, en algo peor.

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