Ingrid Betancourt bajó del avión militar y la aldea global se estremeció. Fue tanta la conmoción en Colombia que las páginas web de noticias colapsaron como ocurrió el pasado 24 de mayo tras verse el país sacudido por un terremoto. Y es que la imagen de Ingrid, al fin libre, fue un sismo colectivo de emociones y regocijo.
Durante seis años su hermoso rostro se convirtió en el póster y reclamo, la voz de los cientos de secuestrados que el grupo terrorista de las FARC retiene en el espesor de la selva, reconvertida en un gran campo de concentración cuyo cancerbero es la narcoguerrilla. Las imágenes más recientes que nos llegaron de ella la mostraban demacrada y mustia, como si la vida se le hubiese fugado a bordo de la desesperanza. Pero la mujer que bajó del avión militar el pasado miércoles era un espigado y firme remolino. Había sentimiento en su voz, pero construía sus palabras y su discurso desde el aplomo, la convicción y, sobre todo, la lucidez.
Uno, que vive azorado por la premura de la gran ciudad y el resplandor debilitador de las luces de neón, habría pensado que seis años de cautiverio a la sombra de la jungla irremisiblemente quiebran el espíritu del prisionero cruelmente encadenado. Pero está visto que lo desconocemos todo acerca de la capacidad de supervivencia del hombre en situaciones extremas. Infravaloramos los recursos mentales del rehén que adorna la torturante rutina del encierro con los faroles de la imaginación. Eso hicieron Ingrid y sus compañeros, amparados por una radio cuyas ondas les recordaban cada mañana que la vida estaba en otra parte aguardando por ellos.
Se puede preservar la lucidez en la inmensa oscuridad de la selva. Ingrid Betancourt es la prueba viviente de ello y cada una de sus palabras, engarzadas en el elocuente parlamento de una política nata, eran verdades como puños imposibles de esquivar. Es más, la ex candidata presidencial, quien admitió que se ha sacado un posgrado en conocimientos sobre la malvada naturaleza de las FARC, hoy es mucho más sabia y sagaz que hace seis años, cuando se acercó peligrosamente a las entrañas del monstruo, tal vez víctima de una cierta ingenuidad. Apenas unos meses después de la hagiografía cinematográfica que Steven Soderbergh ha dirigido sobre el Che Guevara, nada más bajarse del avión Ingrid deconstruye el inexplicable mito en torno al guerrillero iluminado y asmático con una simple pero demoledora observación: cuando se acercaron los falsos simpatizantes de sus captores luciendo camisetas con la imagen de el Che, el mundo se le vino abajo. O sea, el icono más sagrado del siglo pasado reducido a un símbolo de abyección política. Ha regresado más despejada que nunca, liberada de miopes romanticismos que distorsionan la verdad de las pesadillas revolucionarias.
Ingrid Betancourt le concedió a Uribe lo que era de Uribe con la generosidad y habilidad de quien entiende el fairplay y conoce el elegante lenguaje de la diplomacia. Alabó el formidable y, en sus palabras, impecable operativo de los militares y manifestó su profundo afecto por los soldados cautivos que cuidaron de ella. Sobre todo, no fue tímida ni escatimó dureza a la hora de juzgar a sus carceleros. Seis años después, la mujer que bajó del avión con la belleza intacta no daba señales de haber contraído el siempre penoso síndrome de Estocolmo. Un mal mucho más dañino que cualquier enfermedad tropical. La lucidez había sido su antídoto para aferrarse, hasta al final, a la razón.
Tan lúcida y suelta era la mujer que bajó del avión militar, que en aquel momento en el que sólo faltó el arco iris para alcanzar la perfección del milagro, apenas se percibió el leve roce con su esposo. El breve aleteo de una mirada que no se posa ni se detiene en el otro, como el temblor que debe sentirse en la noche de bodas de un matrimonio concertado. Juan Carlos Lecompte (que así se llama este hombre tan parecido a Jean-Pierre Léaud, el actor fetiche de Truffaut) la buscó con sus ojos tantas veces como ella no lo mencionó en un discurso sembrado de referencias a sus afectos. Esa es la historia que queda por escribir más allá de la hazaña épica de un acontecimiento histórico. La intimidad robada hace seis años. La historia de amor interrumpida. La cama por la hamaca. El diálogo por el monólogo interior. Qué gran novela inconclusa esconde la resuelta lucidez de Ingrid.
© Firmas Press
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