Un superviviente del terremoto camina por un vertedero cerca de Puerto Príncipe. Reuters
Jacobo G. García (Enviado especial) Puerto Príncipe
Jacobo G. García (Enviado especial) Puerto Príncipe
Fueron 38 segundos. Apenas un puñado de segundos. Mucho menos de lo que tarda en cambiar de color un semáforo o lo que tarda alguien en atarse los cordones, pero suficientes para sepultar el 60% de la economía y a más de 220.000 personas, en un país de ocho semáforos, dos ascensores, ninguna escalera mecánica y miles de ONG. A las 16.53 de la tarde, la calle era un hervidero de vendedores ambulantes, coches destartalados atascados en el tráfico y mujeres caminando con la cabeza cargada de frutas y cántaros de agua.
Cuando todo eso ocurría la tierra se convirtió en una gigantesca culebra que empezó a ondular bajo los pies. Se agrietaron las paredes, las carreteras se abrieron como rajadas por un cuchillo y se vinieron abajo la mitad de los colegios, las universidades, casi todos los hospitales, decenas de supermercados y 250.000 viviendas.
Lo que a esa hora de la tarde era un bullicio alegre y cadencioso como el Caribe se convirtió en 18 segundos en una gran nube de polvo y gritos de la que sólo surgía gente ensangrentada o directamente mutilada por los hierros. Veinte segundos después Puerto Príncipe pasó de ondular a moverse frenéticamente de arriba abajo. Los pilares terminaron de caerse y se vino abajo el Palacio Presidencial, la catedral, el Parlamento, cinco ministerios y el cuartel general de la ONU. En la capital no quedó nada con más de dos alturas. Siguió siendo el primer país de América en conseguir la libertad, pero también el más miserable del continente.
Un mes después, una excavadora sigue trabajando cuando cae la noche. Once cuerpos, cubiertos por una tela blanca, yacen alineados, un lado de la máquina. El que hasta hace un mes era uno de los hipermercados más grandes de la ciudad, en la calle Delmas, 95, se vino abajo sepultando a ¿decenas?, ¿cientos? de personas. Nadie sabe la cifra exacta. Las pocas excavadoras que había en el país antes y después del terremoto no dan abasto sacando cadáveres con la pala. Hasta el momento sólo ha visto la luz el 25% de los cuerpos que están bajo los cascotes, así que los dueños del local han encargado a una empresa privada que comience las tareas de desescombro. Y los cuerpos siguen saliendo bajo las piedras.
Más de 150 réplicas
Cuando el sol desaparece del todo una nueva réplica, más de 150 desde el 12 de enero, derriba la excavadora sobre uno de los maltrechos pilares que aún siguen en pie y que sostiene parte de las ruinas. Según los rescatistas, la caída de lo que queda del edificio ha sepultado a varios buscavidas que hurgaban entre las ruinas en busca de lo último que queda con cierto valor; varillas, cascotes, láminas de uralita... Así es la demolición de Puerto Príncipe, una ciudad que desapareció con el terremoto.
Mientras eso ocurre un millón de personas sigue durmiendo a la intemperie en más de 500 pestilentes campamentos surgidos tras el terremoto. A la entrada de todos ellos una misma frase: «Necesitamos ayuda. Comida, agua y medicinas». Siempre escrito en inglés y español, nunca en creole, y es que aquí «nadie espera nada» de un Estado que desapareció bajo los escombros el 12 de enero explica Hans Lavis, al frente de una asociación prodemocracia en Haití. La ministra de comunicación y mano de derecha de René Préval, Marie Laurence Jocelyn, recibe a este periódico en una tienda de campaña. Hay que agacharse para poder entrar antes de sentarse en una mesa con varios teléfonos desde la que prácticamente dirige el país tras convertirse en la cara visible del Gobierno.
Desde aquí señala que hay un plan para hacer una nueva ciudad que cuenta con tres fases; la primera, «dotar de tiendas de campaña a toda la población antes del uno de mayo», cuando comienza la temporada de lluvias. La segunda es levantar unas improvisadas casas que cuestan entre 600 y 1.200 euros «para que la gente deje paulatinamente los campamentos». Y la tercera, rediseñar un nuevo mapa de la ciudad definiendo los lugares donde se puede o no construir «y que se hará respetando la naturaleza», explica.
A pocos metros de donde trabaja la excavadora un grupo de jóvenes haitianos recoge escombros de las aceras con una pala y una camiseta amarilla de la ayuda americana (USAID) por la que reciben 3,5 euros diarios por siete horas de trabajo. La reconstrucción promete generar muchos empleos para el nuevo Puerto Príncipe, pero por el momento los salarios y las condiciones de vida en el país siguen siendo loa del viejo Haití.
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